Casi un año después de la primera muerte registrada por Covid-19 en EU, el país ha superado una cifra impensable. Al menos medio millón de estadounidenses han perdido la vida a causa de un virus que ha asolado y trastornado el mundo durante los últimos meses. En EU, han fallecido más personas a causa de Covid-19 que en combate durante la Primera y Segunda Guerra Mundial combinadas con la Guerra de Vietnam. Ningún otro país del mundo ha registrado tantas muertes durante la pandemia.
La enormidad y desolación contenidas en la cuenta de 500,000 muertos exigen un balance sobre la gestión de la pandemia en EU y muchos otros países. Aun cuando el estremecedor hito coincidió con un descenso significativo de casos y con un despliegue de vacunas que va ganando terreno lentamente, los cientos de miles de personas que perdieron la vida y dejaron atrás a sus seres queridos reflejan la escala colosal de pérdidas y traumas infligidos por el virus y su desacertada contención. Cada muerte engloba a un número incalculable de dolientes y vidas trastocadas.
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En una época en la que la información y las opiniones fluyen instantáneamente a través de múltiples canales, es tentador abstraer, ignorar y a veces incluso menospreciar lo que no nos afecta directamente o lo que percibimos de forma distinta. En algún momento de la emergencia sanitaria mundial, a muchas autoridades y personas les resultó más fácil desprenderse del coste humano de Covid-19. Los Estados Unidos, junto con otros países, normalizaron gradualmente el aumento de las infecciones y las hospitalizaciones como parte inevitable de la “nueva normalidad”. Esto nunca fue cierto, pero así se construyó una nueva realidad donde la muerte por el virus era simplemente, inevitable.
¿Cómo llegó Estados Unidos a esta situación? ¿Qué pueden aprender países como México, Brasil, India, Perú, Italia, Sudáfrica y muchos otros de medio millón de muertes en menos de un año?
El número de estadounidenses que murieron sin sentido debido a un virus descontrolado recorriendo el país es demasiado alto para comprenderlo. No tenía por qué serlo. La alarmante tasa de mortalidad es una consecuencia directa de la negligencia y apatía exhibidas por el presidente del país en ese momento; la politización de medidas de protección efectivas como el uso de mascarillas; y un fracaso colectivo para afrontar el momento.
Problemas estructurales obstaculizaron la capacidad de los estados para responder a una crisis que atacaba simultáneamente todas las dimensiones de nuestra sociedad. Un público dividido, poco informado y aterrorizado recurrió al cansancio y a los comportamientos descuidados con una facilidad alarmante, evidenciando un incumplimiento mayor de funcionarios públicos para transmitir la gravedad de la propagación y de apoyar a comunidades enfrentando múltiples crisis. La inconsistencia en torno a la ayuda económica hizo prácticamente imposible que muchos se quedaran en casa, dejando a los trabajadores esenciales vulnerables al virus y a los propietarios de negocios con la opción de operar o hundirse.
Incluso antes de Covid-19, muchos habían advertido que la infraestructura de salud pública estadounidense estaba subdesarrollada, carecía de recursos y no estaba preparada para una crisis. Hoy, casi un año después de la pandemia, ningún estado cuenta con la capacidad de pruebas y rastreo de contactos que los expertos consideran adecuada.
Los afroamericanos e hispanos siguen teniendo el doble de probabilidades de morir y el triple de ser hospitalizados a causa del virus que los estadounidenses blancos. Las comunidades indígenas americanas tienen casi cuatro veces más probabilidades de ser hospitalizadas y más del doble de probabilidades de perecer por Covid-19. Al igual que el exorbitante número de muertes, estas tendencias no son casuales. Son un duro recordatorio de que las mayores condiciones preexistentes en Estados Unidos eran las profundas desigualdades sociales y raciales; el abandono del gobierno en varios niveles; y una desidia inquietante por parte de aquellos lo suficientemente privilegiados para asociar la pandemia con Zoom y aburrimiento en vez de dolor, pérdida y muerte.
Half a million Americans have died from Covid-19
Nearly a year since the first known Covid-19 death in the US, the country has now surpassed an unfathomable toll. At least half a million Americans have lost their lives to a virus that has ravaged and disrupted the world during the past months. More have perished from Covid-19 than during combat on World War I, World War II, and the Vietnam War combined. No other country in the world has registered as many deaths during the pandemic.
The enormity and devastation contained in the 500,000 death toll call for a reckoning in the US about the management of the pandemic. Even as the shattering milestone coincided with a significant drop in cases and a vaccine rollout slowly gaining traction, the hundreds of thousands who have lost their lives and left loved ones behind reflect the colossal scale of loss and trauma inflicted by the virus and the mismanagement to contain it. Every single death encompasses an untold number of mourners and upended lives.
In an era in which information and opinions flow instantly through multiple channels, it’s tempting to continually abstract, ignore, and at times even belittle what doesn’t directly affect us or what we perceive differently from others. At some point during the global health emergency, it became easier for many authorities and people to detach themselves from the human cost of Covid-19. The US, along with several other countries, gradually normalized surging infections and hospitalizations as an inevitable part of the “new normal.” That was never true.
How did the US get here? What can countries like Mexico, Brazil, India, Peru, Italy, South Africa, and many others learn from half a million deaths in less than a year?
The number of Americans who senselessly died due to an unrestrained virus roaming around the country is too high to grasp. It didn’t have to be. The alarming death rate is a direct consequence of the negligence exhibited by the country’s top leader at the time; the politicization of effective protective measures such as mask-wearing, and a collective failure to meet the moment.
Serious and longstanding structural issues hindered states’ ability to respond to a crisis that attacked all dimensions of life simultaneously. A divided, uninformed, and terrified public turned to fatigue and careless behaviors with alarming ease, exposing a larger failure of public officials to convey the gravity of the spread and support communities through ongoing crises. The inconsistency around economic relief made it virtually impossible for many to stay home, leaving essential workers vulnerable to the virus and business owners with the choice to reopen or go under.
Even before Covid-19, many had warned that the American public health infrastructure was underdeveloped, underresourced, and unprepared for a crisis. Today, almost a year into the pandemic, no state has the testing and contact tracing capacity that experts consider adequate.
Black and Hispanic Americans are still twice as likely to die and three times more likely to be hospitalized from the virus as white Americans. American Indian communities are almost four times more likely to be hospitalized and more than twice as likely to perish from Covid-19. Like the exorbitant death toll, these trends are not coincidental. They are a stark reminder that America’s largest preexistent conditions were profound social and racial inequities; government mismanagement across various levels; and a disturbing apathy from those privileged enough to associate the pandemic with Zoom and boredom rather than grief, loss, and death.
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JGR